Querida yo:
De pequeña te regalaron un reloj muy extraño: tan solo contenía 18 minutos.
- ¿18 minutos?, mamá.
-Sí, Leo, 18 minutos, has oído bien.
-Pero… Mamá, no entiendo nada… ¿Cómo va a serme útil un reloj que no funciona?
-¿Cómo que no funciona? ¡Funciona mucho mejor que los convencionales!
-Jo, mamá… ¿De verdad? ¿No creerás que puedes seguir engañándome, como a la Leo que, de niña, se creía que quitaban las calles a cierta hora de la noche?
-Ni "jo mamá", ni mucho menos quiero lamentaciones. Cuando a uno le hacen un regalo, lo menos que puede hacer es agradecer.
-Gracias, mamá, pero…
-No acepto "peros" en mi hija. Ya verás, Leo, que poco a poco lo irás entendiendo...
Obviamente, por aquel entonces, tu inteligencia no te daba para comprender aquel jeroglífico…
Con apenas ocho años, qué vas a saber tú de lo breve, de la vida, de los instantes...
Con apenas ocho años, lo que quieres es que los días duren hasta el infinito...
Con apenas ocho años, lo que no quieres es que te roben minutos… ¡Qué va! Lo que necesitas son muchos más…
Muchos más que para poder compartir juegos, fantasías, bocatas, sueños, dulces, heridas en las rodillas y arena en los zapatos…
Y es que a esa edad no hay quién asimile por qué tus compañeros y amigos disponen de un reloj que les va otorgando sesenta minutos cada hora, y en cambio a ti un montón menos...
¡Qué vas a comprender!
Tu yo de entonces no entendía nada…
¡Cómo iba a ser capaz de descifrar tamaña broma de mal gusto!
Claro que, tampoco sabía que, gracias a ese pequeño regalo, aprendería tanto…
Aquel diálogo madre-hija continuó un ratito más…
-¡Es que no es justo!
-¡Qué sabrás tú de lo que es o no es justo…!, te dijo mamá con todo el cariño del mundo.
-Pues entiendo lo justo para saber que esto ¡no me lo parece!, alzaste un poco la voz, algo impropio en ti.
Volviste a lloriquear un poco, te diste media vuelta y, algo airada (también nada propio de ti), te encerraste en tu cuarto.
Estabas enfadada con mamá.
Tu mundo sentías que empezaba a empequeñecerse…
Antes de que desaparecieras por la escalera, mamá te dedicó un último comentario:
-Así aprenderás a valorar el tiempo, cariño.
Ni te giraste.
Fue tu forma de acabar de comunicar tu desacuerdo con la ridícula pantomima del reloj “escacharrado”.
Ya en tu cuarto no hacías otra cosa que mirar con desdén el ("maravilloso") regalo que te acababa de hacer mamá.
Refunfuñabas entre dientes…
-¿De verdad 18 minutos…? No dabas crédito a lo que te había hecho mamá.
Qué iba a entender una niña como tú, a pesar de ser aplicada, curiosa y trabajadora; que sacabas excelentes notas en la escuela y eras, en boca de tus maestros, una alumna impecable y con un comportamiento exquisito; que colaborabas siempre en casa, incluso sin pedírtelo; que conocías tus obligaciones; que respetabas a tus mayores; que eras cariñosa...
Pero claro… Nadie entendía que tú…
Que tú lo que quisieras fuera ¡tener más tiempo!
Cualquier niño de tu edad hubiera compartido tu desagrado.
Es más, alguno se lo hubiera tomado peor aun que tú.
Y es que tú, querida Leo, entonces, necesitabas muchos más minutos para estudiar, para reír a carcajadas en el recreo, para jugar al “pilla pilla”, para mantenerte indemne cuando te escabullías jugando al escondite; para negociar un ratito más de lectura antes de apagar las luces; para los desayunos de los sábados de chocolate con churros; para los miércoles de cine y palomitas con la madrina; para estudiar, para hacer los deberes, para escribir tu diario; para merendar con la "nonna" Michela esos deliciosos cruasanes que aprendió a hacer en Nápoles, cuando aun era niña; para alargar el tiempo de cosquillas que te dedicaba mamá el domingo antes de la siesta…
Es que el mundo era tan maravilloso que no comprendías cómo podías prescindir de tanto tiempo al día…
Y así fueron pasando los primeros años de tu infancia…
Siempre, así, con cuarenta y dos minutos menos cada hora, 1008 cada día…
-¡Qué injusto!
-Mira Leo, es que me da la risa cada vez que escucho tus quejas.
-Pero mamá, ¡encima no te rías de mi!
-Amor, si es que no te estás dando cuenta de nada…
Hasta que llegó la enfermedad.
Cuando mamá cayó enferma de cáncer, y le dijeron que la enfermedad estaba muy avanzada, y que no se podía hacer mucho más que aplicarle cuidados paliativos…
Entonces, cuando en el salón de casa, con las manos de la madrina, la “nonna”, las de mamá y las tuyas entrelazadas, te lo contaron… Te ausentaste un momento… Todas se quedaron mirándote, expectantes...
Solo tenías 15 años.
Tardaste un poco en encontrarlo, pero bajaste las escaleras de vuelta a toda prisa...
Te volviste a sentar y ahí en ese preciso instante, difícil y lleno de amor a partes iguales, diste un abrazo a mamá y le dijiste que ahora sí, que ahora entendías todo…
-Mamá, ya sé porque me hiciste este regalo tan especial. El regalo en sí no fue este reloj de 18 minutos, si no la enseñanza más grande que he podido recibir en la vida: Aprovecha el tiempo.
-Así es, mi pequeña Leo, mientras te decía esto, mamá te acarició la cara.
-Mamá, sin darme cuenta, lo he hecho. ¡He vivido!
Aprendiste a hacerlo desde aquel (“fatídico”) día en que te regalaron aquel reloj de color azul esmeralda, desde el minuto uno en que empezaron a girar sus manecillas…
Desde bien pequeña, sin querer y sin darte cuenta, entendiste el sentido de la vida…
Aprendiste a vivir etapas y a no quemarlas, a atesorar vivencias, a sentir todo lo que te rodea, a degustar los libros que caían en tus manos…
A agradecer la llegada de nuevos amaneceres, a hacer acopio de los mejores amigos del mundo; a apreciar cada bocado que te llevaste a la boca, las sábanas limpias, el techo donde pasar las largas y frías noches de invierno…
A balancearte con el viento, a ser valiente, a apostar y a perder…
Lecciones magistrales que te llevaron a cultivar la disciplina de los valores y los modales.
Te grabaste a fuego que los episodios más oscuros y las malas personas son los que más nos enseñan, y los que nos hacen más fuertes.
Conseguiste amar sin miedo, y a dejarte querer sin límites.
Supiste hacer magia con las palabras, la literatura y la escritura.
Aprendiste a vivir y a ser una persona maravillosa.
Pero sobre todo entendiste de que todo esto va del aquí y del ahora, de que la vida es un regalo, de lo fugaz, de que las olas van y vienen, pero que el tiempo no vuelve…
-Gracias mamá, por haberme enseñado tanto, a pesar de habértelo puesto tan difícil.
-Mira que eres testaruda, cariño.
Así que en aquel instante trascendental, rodeada de tus tres personas favoritas del mundo, te diste cuenta de lo poderosa que ya eras.
Te diste cuenta de que eras más fuerte de lo que imaginabas.
De que habías aprendido a ser feliz con lo simple; a relativizar de manera automática; a hacer de lo cotidiano algo extraordinario.
Has conseguido ser una persona que se deja fluir; que entiende que todo el mundo está librando su propia batalla y por ello haces del respeto tu filosofía de vida.
Cuidas tu cuerpo como el templo que es y evitas sufrimientos innecesarios.
Te regalas emociones bonitas y por ello eliges a quién quieres invitar a esta tu travesía.
Dices te quiero muchas más veces que antes. Evitas posponer y practicas a diario los “por si acaso”. Disfrutas de cada instante. Nunca (te) adelantas y planeas de poco a nada.
Dialogas de tú a tú con la luna. Huyes de lo que no le hace bien a tu espíritu. Te deleitas con las pequeñas cosas.
Agradeces cada nuevo día… Y, en definitiva, VIVES.
La enfermedad de mamá arrasó con todo. Pero aquel reloj presidió todas y cada una de las oportunidades que os brindó el universo.
Mamá murió.
Apenas tuvimos dos años más juntas para disfrutar, para vivir(nos)…
No nos dejamos nada por hacer, nada por decirnos, nada por abrazarnos, nada por llorar, nada por compartir, nada por reír…
Y lo “mejor” de todo fue que no necesité de aquel episodio tan oscuro y dramático para comprenderlo… Mamá me había dejado en vida una herencia extraordinaria e incalculable…
Sé que cada día la echas más de menos…
Ahora que estás esperando, en esa consulta, con Miki, a que os digan si todo va bien, si es niño o niña… Llevas puesto aquel reloj… Apenas te cabe ya en la muñeca… Estás hinchada por el embarazo. Pero da igual, el reloj te acompañará siempre. Hasta que llegue el día en en que cedas el testigo, en que aquel regalo mágico se convierta en tu legado, y acabe en manos de la personita que aun está por llegar.
Querida yo, qué suerte tienes, pero sobre todo, qué suerte tiene el bebé que está en camino, porque va a tener una madre invencible, alegre, ubicada, entusiasta, empatiza, y que ama y vive por encima de sus posibilidades.